martes, 5 de octubre de 2010

Evolución moral pendiente-Alejandro Herrera Ibáñez-El Universal (31/01/2009)




Este 5 de febrero se cumple un aniversario más de la Plaza de Toros México, lo cual constituye una buena ocasión para preguntarse si debe hablar de la “celebración” de tan lamentable espectáculo, o si más bien debemos hacer un alto y revisar una tradición cultural que tiene como eje el sufrimiento inaudito de toros y caballos.
Afortunadamente, es cada vez mayor la conciencia del carácter atroz de un entretenimiento público basado en el grave maltrato de un ser vivo. El abandono de las corridas de toros como fuente de diversión requiere indudablemente un profundo cambio cultural, que debe abarcar desde nuestros intelectuales y la clase media ilustrada hasta los miembros de las clases altas y bajas que nunca se han planteado seriamente esta problemática.


Hay un movimiento de creciente sensibilización hacia el dolor de seres que pertenecen a especies diferentes de la nuestra. Ello es también un claro indicio de que Albert Schweitzer y Aldo Leopold tenían razón: en términos globales podemos hablar de un paulatino progreso de la conciencia moral de la humanidad, que se ha manifestado en la reprobación de, por ejemplo, el esclavismo, el racismo y el sexismo. Ahora nos encontramos en el proceso de una reprobación global del especismo, tal como éste ha sido caracterizado por el filósofo australiano Peter Singer en su famoso y difundido libro Liberación animal y en otros trabajos suyos. De acuerdo con su formulación, incurrimos en especismo siempre que discriminamos a otras especies por el simple y único hecho de que no pertenecen a nuestra especie. Cuando infligimos dolor a uno de estos seres por la sencilla y brutal razón de que “no son como nosotros”, estamos incurriendo en una actitud especista.

En Liberación animal Singer se concentró en la denuncia y análisis de dos casos paradigmáticos de especismo: las llamadas granjas-factoría y la experimentación con animales. Pero es fácil ver que hay muchos otros casos de falta de consideración hacia los animales, y que uno de ellos —paradigmático en las culturas iberoamericanas— es la infelizmente llamada “fiesta brava”.

Singer formuló un principio ético al que llamó “el principio de la consideración igual de intereses”. Este principio permite que respetemos las diferencias y que demos trato diferente a niños y adultos, a mujeres y hombres, a humanos y no humanos. Pero todos estos grupos tienen intereses, y a todos estos intereses debemos prestar igual consideración sin ignorar las diferencias. Debemos, por ejemplo, prestar igual consideración al interés de una mujer embarazada por alimentarse y al interés de un lactante por alimentarse, pero no debemos olvidar las diferencias de trato que se siguen de las diferencias de edad, de sexo, de la condición de embarazo, etcétera. El toro tiene —como los otros animales no humanos— intereses que también deben recibir igual consideración. Y, naturalmente, su principal interés —como el de todo ser vivo— es conservar su vida y satisfacer sus necesidades básicas físicas y sicológicas.

Un requisito indispensable para tener cualquier interés es la capacidad de experimentar placer y dolor, es decir, poseer sensibilidad. Y aunque no nos cabe la menor duda de que, como cualquier mamífero con sistema nervioso central, el toro posee dicha capacidad, los apologistas de las corridas de toros han hecho la bárbara y descabellada afirmación de que en la corrida el toro no siente dolor. Tales apologistas recurren al ejemplo según el cual, cuando alguien se lía a golpes con otro, en ese momento no experimenta ningún dolor. El dolor, dicen, viene después de la pelea, no durante ella. Según ese pobre criterio, no habría ningún problema moral en el momento de golpear a alguien que se defiende (una madre que defiende a sus hijos, por ejemplo). El problema sería aún menor si se golpea o hiere a alguien que se ha entrenado para resistir cierto tipo de agresiones.

La naturaleza, en efecto, ha dotado a los seres sensibles con mecanismos de defensa que los habilitan para hacer frente a situaciones que provocan estrés. Pero el estrés y la angustia son formas de dolor que ponen en acción mecanismos que insensibilizan sólo parcialmente, y nunca totalmente, frente a una agresión.

La vida es el tesoro de todo organismo sensible. Poner, por tanto, gratuitamente en acción los mecanismos de defensa del animal constituye un atentado inmoral contra su integridad, pues consiste en provocar un dolor inicial intenso que desencadenará un mecanismo parcialmente protector ante la amenaza de la pérdida de la vida.

Hay un principio moral en ética que establece un deber cuya obligatoriedad a primera vista está fuera de discusión. Dicho principio dice que no debemos torturar a los animales por diversión. Dicho en palabras de otro filósofo, no es lícito satisfacer nuestros intereses más triviales en detrimento de los intereses vitales de otro ser.

Matar para tener un trofeo o para lucir una estola de lujo son ejemplos de dicha afectación de intereses vitales a favor de intereses frívolos.
¿Y quién negará la frivolidad que rodea al espectáculo de las corridas de toros o a la cacería “deportiva”? ¿No van a la corrida las personalidades del momento para ser vistas por la prensa y por el público, y con la esperanza de que un torero les brinde la corrida para ser noticia al día siguiente en las páginas de los diarios? Y así como “tanto peca el que mata a la vaca como el que le detiene la pata”, tan cruel con el toro es quien lo banderillea, lo pica, lo marea o lo mata, como quien muestra su beneplácito como espectador. Más aún, es la crueldad complaciente del espectador la que hace posible el espectáculo. Los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad al fomentar en la población esa crueldad.

Esta sociedad, en su conjunto, se ha vuelto más sensible moralmente al sufrimiento de los animales no humanos. Corresponde al defensor de éstos hacer todos los esfuerzos a su alcance para que los legisladores comprendan que el hecho de que un grupo minoritario de ciudadanos quiera lucrar y divertirse con el sufrimiento de otros seres no es motivo suficiente para dejar impunes peleas de perros o corridas de toros.

Sabemos, sin embargo, que los cambios profundos y genuinos son lentos. Debemos siempre insistir en la supresión total como única alternativa, pero como somos conscientes de que ésta no se logrará de la noche a la mañana, se han hecho propuestas que sirven de paliativos durante la transición. Se ha propuesto, por ejemplo, que las corridas no sean transmitidas en televisión o que se sólo se haga en horarios nocturnos.

Pero estas medidas tendrían sólo el efecto de prolongar la enfermedad creando una sensación ilusoria de curación. La sociedad tiene muchas maneras de autoengañarse para lavarse las manos ante hechos inocultables. Lo único que no sería un mero paliativo, sino sobre todo un torniquete que impidiese que la sangre se contaminase sería la prohibición de la entrada de menores de edad a las corridas de toros. No es posible, por un lado, educar a los niños en la escuela inculcándoles sentimientos humanitarios y, por otro lado, ofrecerles la ocasión de echar por tierra todo lo logrado, dando pábulo a esas fuerzas violentas mediante la exhibición de actos crueles envueltos en cantos de sirenas disfrazadas de luces y pasodobles.

Estamos, pues, frente a un serio problema moral, y me atrevo a decir que —a diferencia de hace algunos cuantos años— estamos en un periodo de transición en que la conciencia del sufrimiento animal no humano va ganando terreno.
Hay quienes se preguntan qué sentido tiene preocuparse por los toros si la humanidad tiene problemas morales más urgentes. La respuesta es que las opciones para la lucha contra la injusticia y la crueldad son múltiples; avanzar en uno de estos puntos es conseguir la sensibilización en todos ellos. Luchar contra la tortura del toro y el caballo es luchar por una superación moral de la humanidad que indudablemente tendrá consecuencias positivas en otros campos en los que la injusticia y la tortura deben también erradicarse.


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