Por David Cilia Olmos
En 20 días más Teresa cumpliría 32 años, en marzo próximo estaría dando a luz, por esas fechas también su hijo Efraín estará cumpliendo dos años. Ya no lo celebrará. Ahora está rodeada de hermosas flores, ayer la despedimos, se fue con su vestido tradicional, con la nueva hamaca que nunca alcanzó a estrenar, con sus trastos de plástico y un gallo para que la acompañe en su camino.
Se fue con un mensaje escrito en la mano, antes de irse sus ancianos padres le orientaron sobre su camino y le dijeron en Triqui: recuerda allá, donde te escuchen, los nombres de los que te quitaron la vida, y los repitieron uno por uno. No hay coraje, hay dolor y más que nada, la preocupación para que no se olvide el mensaje.
Antes de irse Orlando, el hijo la madre de Teresa, y su abuela, lavaron con alcohol sus manos y la planta de los pies para que llegue limpia a donde va. Orlando no llora, a sus 9 años entiende perfectamente que de nada le sirve llorar, las demás mujeres tampoco lloran, han estado presentes durante horas de pie, aquí no hay ni una silla donde sentarse, ni un banco y ni un tabique.
Teresa no fue velada en su casa, “¿Qué casa iba a tener si era desplazada?” me contesta un indígena Triqui. En la casa más cercana a la escuela, sobre unos cuantos blocks de concreto se colocó su ataúd, entre las sábanas solo se alcanza a observar su cabello negro ensortijado.
Teresa había resistido los más de 300 días que duró el cerco militar en contra de la localidad de San Juan Copala, los últimos días del asedio ya no había comida y solo bebía agua de lluvia, cuando llovía, pues ya era imposible salir de las casas.