martes, 22 de febrero de 2011

Quien vive, quien muere



La razón de ser de todo ambientalista o pensador del siglo XXI, es defender el derecho al disfrute del don de la vida, de todas las especies que habitan en el planeta. Y como primer objetivo de vida, será el de desafiar ese razacentrismo de la humanidad, que se ha abogado el derecho de decidir quién vive y quien muere en este planeta.
 
Entre nosotros mismos, inventamos creencias, supuestos buenos modos de vida y a partir de ahí, regimos comportamientos, castigamos o aplicamos las penas de muerte. En el oriente medio, por ejemplo, si la mujer ve televisión sola, o si tiene pareja sin matrimonio o simplemente decide tener sexo, eso le conlleva a castigos que van desde 100 latigazos o morir apedreada en alguna calle de esos pueblos. En nombre, de unas supuestas reglas “superiores” de convivencia, escritas hace siglos, se quitan vidas. Igual con la muerte se castiga a quienes participen en protestas o se señalen de disidentes.
 
También matamos si tenemos religiones distintas, o ese ha sido el argumento para “justificar”, los genocidios entre los pueblos de la ex Yugoslavia, por nombrar un caso reciente. La palabra escrita en un libro, que data de una cosmovisión absolutamente desfasada de la actual realidad, tiene el poder de someternos, o de eso se valen para reducirnos. O si políticamente, en regímenes de gobierno no democráticos, no se evidencian lealtades absolutas. Ejecuciones extra sumariales, es lo común, cuando se detenta el poder por la vía de la fuerza o por la autoridad concebida a supuestos linajes otorgados por la gracia divina. Reyes, príncipes, emperadores, presidentes o generales vitalicios, con un simple susurro a uno de sus asistentes, decide el tiempo de vida de quien lo perturbe.

viernes, 18 de febrero de 2011

Limpieza étnica animal



Soy vida que quiere vivir
en medio de vida que quiere vivir…
Albert  Schweitzer
Tendría yo 12 o 13 años de edad cuando apareció por mis noroccidentales tierras del estado Falcón, en Venezuela, el último tigre (jaguar, felis onca) del que se haya tenido referencias en esos lares.
La noticia se regó como pólvora entre el gremio de ganaderos de la zona quienes inmediatamente ofrecieron un elevado precio por la cabeza del felino. Esta práctica era común en toda Venezuela; hasta la década de los años cincuenta los gobiernos nacionales ofrecían 100 Bolívares (cerca de 30 dólares) a toda persona que matara a uno de estos felinos. El tigre en cuestión, un joven ejemplar (poco más que un cachorro), ni siquiera tuvo tiempo de llegar a ocasionar algún daño a los rebaños de reses de las haciendas de por allí, un verdadero ejército de cazadores se lanzó a remover cielo y tierra en su búsqueda, hasta que por fin, en tierras del fundo de mi padre, al hermoso animal le fue quitada la vida.
En los días anteriores a su muerte, los cuentos y leyendas acerca de la ferocidad y peligrosidad de esa especie fueron la comidilla cotidiana de los habitantes del pueblo, sin embargo, yo no podía dejar de sentir solidaridad y compasión por aquella solitaria y acosada bestia, el último de los suyos en una tierra que ya no le pertenecía; sólo, enfrentando a enemigos miles de veces superiores a él en número y armados con avanzados instrumentos de muerte, sus oportunidades de vivir eran inexistentes.
El cadáver de aquella pobre bestia fue colocado en el capó de la camioneta de uno de mis hermanos para ser exhibido a lo largo de las calles del pueblo. A su pasó, la gente vitoreaba y aplaudía mientras la chiquillería gritaba y daba saltos detrás del vehículo en actitudes simiescas. A nadie le importaba que aquel ejemplar fuera el último de su especie en la región, por el contrario, celebraban con júbilo ese hecho. Aquel necrófilo espectáculo circense, aquella bárbara inconsciencia colectiva, me marcó de por vida. Razón tenía el filósofo Thomas Hobbes cuando afirmó que el ser humano era el animal más feroz, cruel, depredador y peligroso que jamás había existido sobre la tierra.