La razón de ser de todo ambientalista o pensador del siglo XXI, es defender el derecho al disfrute del don de la vida, de todas las especies que habitan en el planeta. Y como primer objetivo de vida, será el de desafiar ese razacentrismo de la humanidad, que se ha abogado el derecho de decidir quién vive y quien muere en este planeta.
Entre nosotros mismos, inventamos creencias, supuestos buenos modos de vida y a partir de ahí, regimos comportamientos, castigamos o aplicamos las penas de muerte. En el oriente medio, por ejemplo, si la mujer ve televisión sola, o si tiene pareja sin matrimonio o simplemente decide tener sexo, eso le conlleva a castigos que van desde 100 latigazos o morir apedreada en alguna calle de esos pueblos. En nombre, de unas supuestas reglas “superiores” de convivencia, escritas hace siglos, se quitan vidas. Igual con la muerte se castiga a quienes participen en protestas o se señalen de disidentes.
También matamos si tenemos religiones distintas, o ese ha sido el argumento para “justificar”, los genocidios entre los pueblos de la ex Yugoslavia, por nombrar un caso reciente. La palabra escrita en un libro, que data de una cosmovisión absolutamente desfasada de la actual realidad, tiene el poder de someternos, o de eso se valen para reducirnos. O si políticamente, en regímenes de gobierno no democráticos, no se evidencian lealtades absolutas. Ejecuciones extra sumariales, es lo común, cuando se detenta el poder por la vía de la fuerza o por la autoridad concebida a supuestos linajes otorgados por la gracia divina. Reyes, príncipes, emperadores, presidentes o generales vitalicios, con un simple susurro a uno de sus asistentes, decide el tiempo de vida de quien lo perturbe.