“Primates lampiños suspicaces. El fuego encontraron, las manos se quemaron”
Mal Vasallo
“Soy, por fin lo he comprendido, enemigo de la humanidad”
Extremoduro
Bien, ustedes saben que una de las especialidades de este blog es señalar la mierda antropocéntrica que nos constituye histórica y socialmente, con el deseo de que el lector opte por demoler lo peor de sí mismo, y por supuesto, que en vez de chillar se ponga a tejer una nube de sueños rizomórficos. Para esta entrega les propongo el siguiente ejercicio: partiendo de que el humano es un ser arrogante que, ante la incomprensión, menosprecia aquello que no se ajusta a su realidad simbólica, podríamos hacer un recuento de algunas de las contradicciones a las que nos conduce la creencia de asumirnos como la puta cumbre de la existencia. Les adelanto: esto va a ser como escupir para arriba, como probar el martillo que desintegra nuestro orgullo en su arqueología y matriz. Aquí no hay cabida para humanos mariquitas, de esos que son razonables y no usan su razón para observarse. ¿Se ha entendido? Tenemos que ser severos para reconocer el origen de tanta estupidez que acostumbramos decir, pensar, hacer (especialmente cuando su fundamento proviene de una desgastada obsesión de raíces narcisistas); y empezar por admitir que el espejo histórico de la vereda humana refleja a un animal enfermo, embaucado por sus propios engendros, decadente, que reprime torpemente sus sospechas de que además de la vida como cálculo existe una pluralidad radical de posibilidades para relacionarse con el mundo.
Infatigable y ciego, el animal enfermo se deleita con un anzuelo sicológico que lo transforma en amo de la diferencia. Quien ha llevado este hábito al extremo es el pensamiento etnocéntrico moderno: la hipótesis universalizada y cada vez más refinada según la cual la racionalidad es la voluntad que determina la realidad (que a su vez es la secularización del designio de aquel dios malhumorado que nos permitió inmolar a todas las bestias y creaciones inferiores (Embustes: 3,15)). De hecho, se trata de un principio clasificatorio de las cosas en dos órdenes opuestos, por un lado la naturaleza, y en el límite, la cultura. ¡Y sin más, se pretende que esta oposición sea jerárquica! Para mí está bien claro que nada hay en el humano que lo haga superior a los demás seres vivos. En la naturaleza, de la cual formamos parte, todo es de la misma importancia e interés, decía Segal. Pero nos han educado para valorar los pensamientos por encima de nuestro cuerpo y, en general, de las pulsiones de ese ambiguo estado denominado “natural”. ¡Mierda, como si nosotros fuéramos algo diferente a organismos biológicos! Imaginamos, sí, un mundo simbólico, vomitamos representaciones, regulamos el cuerpo, sintetizamos la vida, y avocados a la abstracción dizque dominamos la tierra. En algún momento perdimos el control y, ya sin ningún otro predador, nos abandonamos a tan peligrosa ficción. Hombre: lobo del hombre y lobo de lo que te salga al paso. Ésta es la historia de las sociedades.
I
¿Qué distingue, para empezar, a un animal saludable de un animal enfermo? Nietzsche es filósofo del sentido y, según él, no hay animal más sano que aquél que afirma con radicalidad su voluntad de existir. De ahí que lo enfermizo se manifieste como una fuerza opuesta al acto de afirmación: una reacción negativa. Un animal decadente es aquel que deja de afirmarse como fatalidad, es al que la vida le importa poco y se abandona de sí mismo. En la vida salvaje cualquier animal enfermo que ha sobrepasado el umbral de su autoafirmación está condenado a morir; y aquí está el meollo del asunto, pues si es así, ¿cuándo chingados vendrá la fecha de nuestra expiración? Pocos son los que afirmarían que el humano es un ser enfermo o una voluntad reactiva, y menos desde los parámetros confortables de la modernidad occidental, tal y como lo dice nuestra propia experiencia. En realidad, el hombre oculta su enfermedad a través de un relativo distanciamiento de la vida salvaje –o como señala Sloterdijk, mediante la revolucionaria incubación de la antinaturalidad dentro de la propia naturaleza. Dos son los fenómenos que garantizan este ocultamiento: tecnologización de las relaciones hombre-mundo y reproducción secular de patrones culturales. Mi camino para defenestrar el orgullo humano será, pues, demostrar que ambos son constitutivos de una realidad social sui generis, pero en ninguna medida antitética con lo estrictamente biológico (si no podemos desprendernos de una, tampoco de lo otro). Y también que en coexistencia, como de hecho pasa, es imposible jerarquizarlos ni subordinarlos. El sentido común pensaría diferente, reduciría más bien lo biológico a la simple satisfacción de necesidades básicas (energía, oxígeno, calor, apareamiento, etcétera), y su expresión como instinto vergonzante. Pero sucede que, además de básicas, estas necesidades son vitales. Y, bueno, mierda, qué decir, yo no sé que carajo seríamos si de verdad pudiéramos suprimir nuestros gloriosos instintos y maraña de pulsiones. La cosa es que nuestro organismo requiere un quantum mínimo de satisfactores de necesidades vitales y si no las cumples, pues vete despidiendo de esta chifladura de mundo. Por lo tanto, sería un error creer que nuestro molde social es irreducible: tal es la apuesta del animal enfermo.
Comencemos con la tecnología como simulacro de antinaturalidad. Se trata, en términos generales, de cualquier transformación del medio ambiente dirigida a la consecución de un fin humano. Olvídate de tu iPhone con millones de aplicaciones. Tecnología es barbecha, siembra y cosecha; también es comida cocida, riego, domesticación, y cualquier herramienta empleada durante el proceso. Como quien dice, sin agricultura no hay cultura. Por supuesto, hoy el universo de los productos tecnológicos nos lo comenzamos por representar a partir del régimen digital impuesto con el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información, y en general, como cualquier elemento funcional en la dinámica de los espacios urbanos como infraestructura, comunicaciones, transporte, informática, industria, etcétera. Este arsenal de mercancías llamado capitalismo tiene su origen en la aplicación de técnicas de dominio sobre la materia para extraer plusvalía del trabajo, pero como se puede adivinar, la tecnología es tan vieja como el pinche hombre: fuego, palos afilados, chozas, pigmentos vegetales: hasta las primeras hordas ya andaban haciendo de las suyas, los muy cabrones. Hoy la tecnología se ha refinado en la producción de lujo y seguridad. Cuando pienso en la absoluta dependencia que desarrollamos por las mediaciones tecnológicas, desde los orígenes de nuestra especie, descubro el contorno de ese fantasma que nos gobierna. ¡Mira si no fue genial creernos radicalmente distintos al extenso resto de seres vivos, simplemente porque aún no hemos visto un árbol con ropa o una paloma armada! Si nunca sacamos la mirada del humano por sí mismo, podemos pasarnos la vida entera (que nos la pasamos) creyendo que nuestro modo de vida es cierto, único y necesario: aniquilamos, por defecto, la pluralidad y la diferencia.
La tragedia del ser humano consiste en que las herramientas que desarrolló dejaron de ser extensiones de su cuerpo y devinieron en amputaciones. No hay que hacernos tontos. El evolucionismo es un fantasma que nos proporciona tranquilidad, pero la neta es que estamos bien lejos de haber desarrollado adaptabilidad o mecanismos efectivos de supervivencia. Y es que sin herramientas, que son la materialización de la voluntad de cálculo, no somos otra cosa que una plasta atrofiada de sentidos entumidos. Al referirse a la virtual hegemonía de la vista sobre nuestros demás vehículos de percepción, Sartori dice que somos homo videns, pero incluso este sentido campeón es demasiado patético como para suponer que de él dependeríamos, no digamos ya para leer eslóganes trillados en una avenida con alumbrado público y escaparates incandescentes, sino para poder ubicarnos en cualquier lugar agreste en la noche abierta. Porque volviendo al ámbito de la estereoscopia, nadie me desmentirá que para buenos mirones, mejor los búhos, halcones, y cualquier ave rapaz capaz de ubicar a su presa a 3000 kilómetros de distancia. Pero, ¿y todo el desarrollo de la ciencia óptica en materia de lentes? Bueno, yo no necesito de un puto telescopio para ver que la luna es hermosa. Humano miope: ¿algún día dejarás de tropezarte con los simulacros de siempre?
[... el ser humano no se adapta al medio, sino que lo adapta a él]
[Daniel Freidemberg, Lo espeso real:
Igual que negros arcángeles volando,
o como insectos sobre el agua quieta,
los pensamientos hacen sombra en el mundo
pero entretanto el mundo da otra vuelta, se alarga,
cambia de tonos, empieza a hacer calor.]
II
Yo a cada rato escucho a seres prepotentes utilizando insultos especistas, sin que reflexionen sobre el valor de esos insultos. Epítetos como ‘animal’, ‘cerdo’, ‘perra’, ‘gallina’, ‘víbora’, ‘bicho’, etcétera, se distancian inmediatamente del significado original para exhibir la vanidad mierdosa del ser humano. ¡Como si ser un hombre fuera motivo de orgullo! Cuando yo me encabrono con alguien y quiero manifestar mi ira, lo que hago es decirle: “eh, so mierda, tenías que ser HUMANO, maldito homínido hijo de tu chingada verga”. En cambio las personas sensatas optarían por befas de un vocablo, tan brillantes como las anteriores. Dirían: “ANIMAL” o “te comportas como un animal” o “no seas animal”... Pero decirle a un humano que es un animal, ¿no es acaso un pleonasmo digno de un monumento? Lo que pasa es que las ínfulas humanoides normalmente nublan el entendimiento y conducen a contradicciones de este tipo. Por ejemplo: cuando alguien es muy sucio se le considerará un ‘cochino’, cuando es muy puta, ‘zorra’, cuando es muy imbécil, ‘burro’. Pero hasta donde yo sé, ni los puercos son sucios, ni las zorras son putas, ni los burros son imbéciles. Todas esas valorizaciones son humanas, y como tales, sólo adquieren significado por consenso. La suciedad tiene sentido sólo cuando se ha construido una relación por oposición entre la higiene y la mugre (por cierto, los cerdos conviven con las bacterias de su mierda porque su organismo lo soporta, no es que sean a-higiénicos), y que distingue moralmente lo puro de lo profano. La putez, sólo cuando las relaciones sensual-sexuales se tasan en función de parámetros culturales como la monogamia, poligamia, poliginia y (ocasionalmente) poliandria. Y bueno, la imbecilidad es condición común de todos los humanos, pero sólo adquiere significación cuando se desarrolla un tipo hegemónico de conocimiento que subordina formas distintas de representarse la realidad. Así nos podemos seguir con una larga lista de caracterizaciones antropoides. Las gallinas no huyen porque sean miedosas, sino porque afirman la vida con explosión, conservándose a salvo de algún depredador. Los gusanos no son despreciables: sólo son unos vermes imperturbables que viven en la tierra o en el interior de los vegetales. Aquí el único sucio, prostituto, imbécil, miedoso y despreciable que conozco es el humano. Y por favor no me tachen de misántropo, que siendo justo también debo reconocer que hay buenos humanos animales, como los camellos, que nos surten de drogas.
Por otro lado, el animal enfermo ha sabido infectar a otros animales, y esto en dos formas: la tácita, como domesticación; la explícita, como explotación (ganadería tradicional, industrial, y cualquier medio de reificación de los animales en cosas). La liberación animal se concentra casi exclusivamente en combatir esta última forma de dominación. Veamos qué pedo con la domesticación. A ver, en corto, si ahora le digo que me mencione un animal doméstico, ¿qué diría?... ¿Perro? ¿Gato? ¿Pez? ¿Tortuga?... ¿Humano? ¡Bravo!, si dijo humano ya puede ser aspirante a columnista de este blog. En efecto, el hombre es el campeón doméstico. Entre pautas morales, normas, tradiciones, instituciones y coacción, nuestra especie ha conseguido domeñar las pulsiones más vitales. Y es que hasta la fecha no conozco a nadie que supere al hombre cuando se trata de constreñir sus deseos. Cuando una pulsión instintiva pugna por expresarse, inmediatamente la reprimimos a través de mecanismos como la vergüenza o la violencia. ¿Recuerdan que Freud hablaba del malestar de la cultura toda vez que se impone, a nivel psíquico, el principio de realidad sobre el principio de placer? La autocontención es la consecuencia inmediata de este proceso. De cierta forma, somos unos policías con nuestro cuerpo, vigilando que no nos tome por sorpresa un deseo íntimo. Y como resultado final de esta situación, ahí tienes a unos pinches humanitos que les da pena enseñar los genitales, que inventan dioses y se sienten inferiores, que dejan de hacer lo que quieren por hacer lo que deben.
Pero estábamos en eso de que el humano contagia, con mayor virulencia que el sidral, esa enfermedad incurable que se llama domesticación. Los animales no humanos que conviven cercanamente con nosotros están colocados, por fuerza de la dependencia, en una posición vulnerable. No faltan imbéciles que piensan que la relación con un animal doméstico es feudal, si no esclavista. También hay los que les procuran cuidado e incluso desarrollan vínculos afectivos por sus mascotas. No es el punto. Creo que no hacen falta barrotes para comprender que hay algo extraño en que un animal no humano se acerque regularmente a uno humano a cambio de protección. Probablemente sea un proceso similar a la amputación que sufrimos cuando media la tecnología: la domesticación, a su modo, es parte del refinamiento del lujo y la seguridad, sólo que aquí intercambiamos lujo por aprovisionamiento de alimento y seguridad por protección. Aún así, nunca llegarán a colocarse en una situación contradictoria con su naturaleza. Ellos seguirán comportándose con animalidad, con la única diferencia de que se vuelven más dependientes de un medio artificial, de un proveedor constante, y probablemente en condiciones naturales se la vean más negras que un pariente silvestre.
Hasta ahora me he concentrado en nuestra línea blanda, pero sospechará el lector que contamos con métodos más duros. Pues si de atrocidades se trata, hay que ver cómo nos comportamos cuando vienen... las bíblicas plagas. Detentando arbitrariamente el derecho de matar lo que le molesta, el humano tiene la aberrante costumbre de asesinar animales distintos a él (lo cual, en rigor, no es cierto, ya que también se nos da bien el masacrarnos entre nosotros). Porque hay que decir que cuando no se trata de sacrificar animales para procesarlos como mercancía-comida, el hombre sigue siendo especista en muchos de sus usos. Por ejemplo, es un gran exterminador de plagas. Pues como lo promueve el derecho internacional, los estados se reservan la posibilidad de realizar un ataque preventivo cuando alguna plaga maldita amenaza con desestabilizar su seguridad interna. ¿Pero qué es eso de PLAGA? Para empezar, no son castigos divinos porque dios no existe. Cuando me dicen de plagas yo me imagino a una masa de individuos que parece desbordarse, como si nunca dejara de crecer. Y además, que esa masa contiene una fuerza destructora (real o imaginaria) que devasta, o al menos ocupa, todo lo que queda a su paso. Entre los clásicos no tenemos a la peste bubónica, sino a las cucarachas, las ratas, las termitas, y en general todo lo que cumple con las dos características que dije y, peor tantito, si se trata de bichos feos que indignan a la moral quisquillosa de mis hermanos, los hombres sensibles. Lo malo es que ninguna plaga ha sido suficientemente poderosa para acabar con nosotros. Y es que en cuanto los roedores se aproximan a la cuna de un bebé humano para comerse sus ojitos, una ratonera sale al paso, de esas que huelen a queso para camuflar el pegamento letal. O una rociada de raid ponzoñoso, para acabar con la vida de un hematófago porque es ininteligible tolerar una comezón pasajera. El ilusorio distanciamiento de la naturaleza nos ha condenado a una paranoia permanente hacia todo lo extraño, tanto más cuando rebasa nuestros estrechos moldes de comodidad. Lo que nos intriga de las plagas, antes que su calidad inminente de amenaza terminal, es la posibilidad de que su masa desborde la lógica de nuestra moral. ¿O acaso no es tan aterrador que algo inmundo trascienda nuestro pudor, tanto como que desconozca nuestras frágiles convenciones sobre la propiedad privada? Pero fuera del mundo social del hombre, el pudor y la propiedad son sólo cuentos de locos. Y de regreso al mundo natural, del cual nadie sale por más que se insista en que tenemos una segunda naturaleza, las plagas constituyen un mecanismo de reequilibrio de las tasas poblacionales de las distintas especies que integran un bioma. Punto. No son instrumentos apocalípticos, no son la encarnación de la maldad. Y en caso de que el ecosistema no conozca un nuevo punto de interdependencia de sus partes, tarde o temprano será insostenible y morirá y su biomasa regresará a la tierra y la nutrirá de vida. En la naturaleza, la muerte es una parte fundamental de cualquier ciclo.
Pero yendo más lejos, ¿qué pasa si invertimos el argumento y tenemos al humano como un tipo de plaga? No me vayan a decir que alguien se sacó de la manga algún puto privilegio supramundano, para que sin más, quedemos excluidos de tan aborrecida categoría. Ni madres, hay que ver si cumplimos con los prerrequisitos de masa desbordada y destructiva: a ver, para empezar la especie humana está rayando la modesta cifra de 7,000 millones de individuos, población que hace 60 años no era ni una tercera parte de lo que es hoy. Esto equivale a una tasa de crecimiento del 141%. En 1950, por ejemplo, la única ciudad con más de 10 millones de humanoides hacinados era Nueva York. Hoy son 26 manchas grises las que rebasan esta cifra, y tan sólo en América Latina han crecido 4 monstruos con hipertrofia. Si nos comparamos con la población de algunos invertebrados, principalmente insectos, nuestros censos parecen ser más modestos. Sin embargo, aquí la clave radica en vincular la densidad demográfica con su capacidad destructiva. Ni siquiera tenemos que señalar que los chingamadral de millones de bichos vivos, lejos de desbordar sus entornos, participan de los ciclos ecológicos pues su presencia es importantísima como biodigestores al final de la cadena trófica.
En contraste, las megápolis humanas han demostrado ser terriblemente destructivas con su ambiente, tanto más cuanto centralizan vivienda e industria. Por supuesto que hay formas no occidentales, digamos comunitarias, de relacionarse con el medio y numerosos son los casos en que esto se hace con respeto, sabiduría y cuidado. Pero el capitalismo occidental, dada su esencia expansiva, es especialmente preeminente en el circuito devastador. ¿Han visto el reloj que simboliza la edad de la Tierra? Dicen que la prehistoria e historia del hombre equivalen más o menos a la última fracción de segundo de un día de 24 horas. Por favor, ¿alguien me puede decir si alguna vez ha existido una especie tan imbécil e insensible como para causar tanta destrucción en una porción tan ínfima de tiempo? Por cierto que si queremos ser rigurosos, a esa fracción de segundo hay que restarle la contraparte del minúsculo fragmento que corresponde a la expansión de los procesos modernizadores que, por su globalidad e intensidad, es la etapa más destructiva de toda la historia (si hice bien la regla de 3, en nuestro reloj de 24 horas que representa 4,500 millones de años, los últimos 200 años de modernidad corresponderían nada más y nada menos a 0.00384 segundos, es decir, ¡a poco menos de 4 milésimas de segundo!). ¡Mierda!, qué plaga ni qué chingaos, éstas son palabras mayores: ¡somos la puta catástrofe en persona!
Guamafune (http://guamafune.blogspot.com/)
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